domingo, 14 de noviembre de 2010

Destino


Metió la llave en la cerradura, dio dos vueltas y empujó la puerta hacia fuera.
-Por fin en casa...- murmuró.
No había estado mucho tiempo fuera, solo habían sido unos pocos días, que le habían servido para recapacitar a cerca de todo lo que había pasado; y después de pensar, ha llegado a la conclusión de que estaba equivocado, no tenía que haberse portado así ella, debería llamarla y pedirle disculpas, seguramente todo vuelva a la normalidad en poco tiempo.

Entró en la cocina, sin dejar si quiera la pequeña maleta en el suelo, y se sirvió una coca-cola del tiempo, luego recorrió el pasillo hasta llegar al dormitorio.
Todo en orden, la cama igual de mal hecha que cuando se fue, el jarrón con flores marchitas sobre la mesa, el armario cerrado, la cortinas echadas, y el reloj de la mesilla seguía marcando las horas como siempre, 20:17.
Se cambió, se puso unas zapatillas algo más cómodas con un pantalón vaquero, y un polo gris que le había regalado su hermana años atrás. Se sentó en la cama, arrugando un poco el edredón, y se puso a pensar en cómo reaccionaría ella… pero el típico tono Nokia inundó la habitación interrumpiendo sus pensamientos. "Debe de estar preocupada" pensó al ver en la pantalla, "hace tiempo que no la llamo"
-Mamá...
-¿Dónde te has metido? ¡No sé nada de ti!
-Si, lo sé... perdona, necesitaba unas vacaciones.
-¿Va todo bien?
-Si mamá, es sólo que... es igual, luego te llamo.
-Está bien, adiós hijo...
Pi, pi, pi.
Salió de casa, dando sin querer un portazo, se puso el casco y arrancó la moto.

Destino: arreglar las cosas.

Aparcó un par de manzanas al lado de donde vivía ella; necesitaba tiempo para pensar que le diría, necesitaba encontrar las palabras exactas, las indicadas, las palabras perfectas que le hicieran volver a su lado, necesitaba que esto saliera bien. Ese maldito puñado de palabras que buscaba y que necesitaba encontrar, ponía su felicidad en juego. O al menos eso pensaba él… no se daba cuenta de que su felicidad, la había puesto en peligro él mismo al haberla dejado allí sola, con los ojos empañados y la palabra en la boca.
“Te necesito, perdóname” “Déjame volver, perdóname” “Me equivoqué y lo siento” “Lo siento, déjame volver” “Perdón, no volverá a pasar”
Aún no sabía qu decir, y ya iba por el numero 4, ella vive en el 8.
No queda tiempo.
“Fui un tonto, pero lo siento” “¿Podrás perdonarme? Te necesito…”
Chalet número 8. Llamó al timbre, pasados dos minutos demasiado largos llenos de preguntas, abrió su hermano, quien al verle sólo fue capaz de mirarle fríamente. Bueno, un poco más tarde añadió:
-Se ha marchado, no supo esperarte más tiempo.
Fue entonces cuando él no sabía cómo reaccionar, o qué decir, qué preguntar. Al darse cuenta el hermano añadió:
-Lo siento, pero creo que ya llegas tarde, su avión saldrá en una hora.
Salió corriendo.
Las dos manzanas, se le hicieron media, los kilómetros, metros, tenía que llegar a tiempo. Nunca antes le habían pesado tanto los minutos, nunca antes había hecho nada tan rápido.
Llegó al aeropuerto, corrió donde los vuelos internacionales, y no preguntéis por qué, pero la vio. Estaba embarcando, concretamente le mostraba su billete a la azafata. “Está realmente guapa…” pensó; llevaba aquel vestido de flores que tanto le gusta a él, las sandalias lilas, y un bolso de piel blanco (debe de ser nuevo). Vio como se soltaba el pelo, y como este le caía por los hombros, tapando los tirantes…”Si estuviera a su lado, me hubiera venido olor a champú” pensó esta vez.
Gritó su nombre tres veces, mientras que ella, tranquila, descendía por la rampa que conduce al avión, y justo en ese momento, él, encontró las palabras que antes buscaba desesperadamente:
-Te quiero- concluyó.

sábado, 13 de noviembre de 2010

¿A caso eso importaba ahora?


“Si pudiera, volvería al pasado, si, iría corriendo y cambiaría lo que he hecho mal. Si pudiera créeme que lo haría.”
Ésa era la frase, que le rondaba la cabeza al menos una vez al día, desde hace ya mucho tiempo, la frase que le irritaba, que le entristecía…
Eran las once y pico de un domingo cualquiera, después de una semana agotadora y rutinaria, salía de una pequeña sala de cine con asientos tapizados color granate de ver una película, de la cual, hoy por hoy, no sabría decir nada; de ese día, sólo recuerda lo que pasó unos minutos después de salir de aquel sitio.
Caminaba en silencio, sobre sus nuevos mocasines y dando pasos cortos (no quería llegar a casa, porque allí le abrumaba la realidad de las palabras que le dijo años atrás quien en aquel entonces pensaba que sería el amor de su vida: te quedarás solo si sigues así, no quiero volver a verte), cruzaba la calle con la mirada dispersa, clavada en un punto fijo y difuminada entre la contaminación de aquella ciudad, escuchaba el motor de los coches, el sonido que hacía el agua de la lluvia cuando resbalaba al interior de las alcantarillas, escuchaba todo ese ruido que hacían las personas cruzando pasos de cebra, algunos con prisa. Mientras, contemplaba el espectáculo de Madrid a media noche, la luna, los coches, los semáforos… Gente, carreteras, farolas, luces, mil luces de mil colores, estilos de vida y agobios, presiones, olores, envidias, miradas, celos, autobuses, taxis y movimientos en general. Tráfico. Muchos relojes, y poco tiempo. Abrazos, enamorados, niños, mendigos y Doña perfecta, más gente, y palabras que vuelan alto y se cuelan muy hondo. Esas palabras que quieres volver a oír. Corazones asfixiados, el eco de su cabeza, con mil preguntas dando vueltas, cajones que guardan diarios de historias de vidas, cajones sin luz, sombras…
Especialmente una sombra es la que llama su atención y le hace levantar la mirada, aun que todavía de manera distante. Seguía encerrado en su mundo.
Fue entonces cuando la vio a ella.
Llevaba meses imaginándose el momento del reencuentro, se lo había imaginado de muchas formas y colores diferentes, tal vez a la salida del metro, bajando por las escaleras que suben a la Gran Vía, en un bar de esos llenos de almas solitarias, tal vez en un concierto a los 40 años con sus respectivas parejas, en un viaje, lejos de su país… se darían dos besos, reirían y posiblemente recordarían su amor pasado, su amor de cuando eran jóvenes.
Pero no, simplemente, se la ha encontrado, un supuesto domingo cualquiera, pero que ya ha dejado de serlo, andando por las calles de una ciudad que les vio enamorados, una ciudad que les vio ser ellos mismos y que supo guardar sus secretos. Simplemente se la ha encontrado cuando aún no estaba preparado.
Se quedó inmóvil tratando de hacer algo, de no parecer ridículo, pero su cerebro no fue capaz de mandar ninguna orden, no supo articular palabra, ni siquiera echar a correr, el cerebro de ella fue más rápido:
- Te he echado de menos.
Fue en ese momento, al oír aquello, cuando el cerebro reaccionó, y a él le tocó sonreír.
Puede ser, que volver sin más a sus brazos, no fuera del todo correcto, pero, ¿acaso eso importa ahora?
Él también la echaba de menos.

El tiempo no para


Las seis, las siete, las ocho, las nueve… las horas pasan, incansables y tranquilas; el tiempo no para, ni perdona; el tiempo no siente y tampoco te espera; se marcha… A menudo se escuchaba, aun que no muy alta, la voz de Sabina cantando uno de esos temas que aun que se vallan, siempre acaban volviendo a las listas de cualquier emisora. Le aburría el color blanco de las pareces, le entristecía; pero, sin embargo, cuando miraba por la ventana, era inevitable soñar, recordar, y aun que parezca extraño, también sonreír. Llevaba allí mucho tiempo, y había perdido muchas cosas, pero le reconfortaba verse reflejada en las pupilas de su madre, y que su mejor amiga le acaricie la mano al dormir de vez en cuando, y olerle a él cuando entra en aquella habitación a media noche; siempre igual, se descalza, le da un beso en la mejilla y se sienta en el sofá-cama azul claro que hay pegado al radiador, entonces él no lo sabe, pero ella no puede evitar despegar la cabeza de la almohada y mirarle. Se llena de rabia cada noche, justo en este momento, cuando le ve con los ojos cerrados, la espalda torcida, los pies en el suelo, y el brazo sujetando la cabeza, su cuerpo intentando hacerse al sofá, pero sin duda debe de estar realmente incomodo. Sí, se llena de rabia porque sabe que el sufre al verla allí, y quién sabe cuánto tiempo tardará en cansarse, cuándo querrá cambiar de rutina, o cuándo querrá salir corriendo, y olvidarse de hospitales, de horarios, de batas blancas, del “pi pi” continuo de la máquina, de sus ojos casi siempre cerrados, de sus brazos cansados, de su mirada triste, quién sabe cuándo querrá olvidarla a ella. Cuándo intentará despegarse de su vida e intentar desaparecer, esfumarse.

Era un día tan normal como cualquier otro, el sol salía detrás del mismo edificio, ella lo miraba a través de la misma ventana, el reloj marcaba la misma hora, a la misma hora que ayer, y que antes de ayer, el “pi pi” no dejaba de sonar, le trajeron la comida a las dos y diez, tal y como sucede cada día y por la tarde, simplemente seguía esperando, esperando a que pasase algo que hiciera su día diferente. Estaba cansada de que siempre pasaran las mismas cosas; odiaba la monotonía, y su vida ya no era más que eso, siempre lo mismo, hora tras hora, día tras día. Las diez, las once, las doce… después de todo, las horas siguieron pasando, incansables y tranquilas; el tiempo no para, ni perdona, el tiempo no siente y tampoco te espera.